
En días recientes he estado saboreando otra vez el hecho de llegar a casa y encontrar una cuna, una silla pequeña, un contenedor de pañales colgado en la pared...
Las dimensiones de la casa en que vivimos no alcanzan para tener cuartos separados pero de todas maneras, se vive la alegría de un niño en casa, caminando por ahí se observa ropa pequeña, ositos de peluche, dos compartimentos de mi zapatero están llenos de zapatitos talla 19, las paredes guardan ecos de risas juegos y llantos de niña, fotos de bebés, un montaje fotográfico con el ángel de la guarda.
Hay galletas mordidas y escondidas en los rincones donde solo ella sabe, plato de ositos y vaso pitillo en la caja de los platos. En la nevera hay alpinitos, yogur, queso y galletas, que no son para mí.
Hay una caneca con forma de hipopótamo donde ella encuentra sus juguetes; hay un reguero constante de libros a los pies de una estantería que pretende ser mi biblioteca; hay un termo con agua hervida, una olla con la marca de muchas hervidas de teteros.
En el baño hay un jabón antibacterial Freskids sólo para ella y un tarro grande de jabón líquido Agú para cabeza y cuerpo. Pronto habrá un "pato" porque ella ya está explorando el baño y entendiendo los conceptos de chichí y popó. Y con frecuencia encuentro grandes tiras de papel higiénico cuando me descuido y olvido poner el rollo en alto.
Vista así, mi casa con cuna parece un palacio. Es la alegría de la vida que crece y florece, de una persona que ocupa su espacio en mi espacio, con piernitas largas y la novedad de un día a día que no dejar caer la rutina en su interior.